lunes, 1 de julio de 2013

Un futuro sin más (V): Destino es a donde vas.



[Las personas y situaciones que aparecen en este relato son completamente ficticias. Cualquier parecido con personas o hechos reales será siempre mera coincidencia]

[Capítulos anteriores de este relato: primero, segundo, tercero y cuarto]


A pesar de que solía dar largos paseos por los montes cercanos a Zurich, la subida a la montaña fue dura y penosa para un Jan en el ecuador de la cincuentena. A sus pies podía ver Lausana y en la lejanía se intuía Ginebra. Ginebra estaba perdida; las tropas francesas entrarían por ese paso natural entre los Alpes y la cordillera del Jura, eso estaba claro.

Jan subía con un pelotón de reconocimiento que se había apostado en aquella montaña. Quería ver con sus propios ojos a qué tenían que hacer frente. Al capitán que estaba al cargo no le hizo mucha gracia llevar un civil, pero Jan llevaba una autorización del Ministerio y el capitán, simple y disciplinadamente, acató la orden.

Desde lo alto de la montaña Jan podía ver una gran extensión de la llanura central de Francia. Con la ayuda de unos prismáticos identificó inmediatamente donde se había concentrado el ejército francés. Le pareció que el conjunto de tropas presentes era bastante escaso. ¿Pensaban quizá atacar también desde el lado alemán? Pero Francia había sometido sólo la parte norte de la antigua Alemania, así que para llegar a Suiza por esa ruta tendría que atravesar tierra hostil. No parecía demasiado verosímil. Por otro lado David, quien seguramente estaba al mando de las tropas, no tenía ni idea de estrategia militar (al fin y al cabo sólo era un empresario, y antes había sido un científico) y confiaba ciegamente en su superioridad mecánica. Todo apuntaba a que intentaría entrar directamente en Suiza vía Ginebra, bordeando el lago Léman.

El ejército popular suizo estaba formado por hombres fuertes y orgullosos, amables en el día a día pero tenaces cuando lo necesitaban. Sin embargo, aquel clima tan extraño que se había ido instalando con el pasar de los años hacía que muchas de sus viejas estrategias no tuvieran sentido. Por ejemplo, los inviernos raramente eran rigurosos, así que ya no podían contar con el General Invierno; de hecho, David les iba a asaltar en pleno invierno. Jan veía claro que los franceses los iban a a aplastar. Sin embargo, del lado francés algo pasaba. Hacía un día desde que expiró el plazo para entregar a Jan y todavía no habían asaltado la plaza. Algo raro en alguien tan arrogante como David.

Con la ayuda reticente del profesor Strauss, Jan consiguió convencer al Gobierno suizo para solicitar a Francia una reunión en tierra de nadie de dos delegaciones, "como último intento de evitar una guerra que ninguna de las dos naciones desea". El emisario fue enviado al campamento de los franceses y sorprendentemente la respuesta fue positiva. La única condición que impusieron los franceses es que Jan debía participar en la delegación suiza. A pesar de los recelos que tal petición causó tanto Jan como el Gobierno accedieron. Se acordó que cada delegación constaría de 20 delegados, 10 de los cuales serían soldados armados. La reunión tendría lugar en las afueras de Ginebra, a unos 40 kilómetros del campamento francés, y los delegados franceses tendrían que recorrer los últimos 4 kilómetros a pie mientras que sus vehículos se tendrían que retirar. Jan no se sorprendió de ver al General Ros al frente de la comitiva francesa; desde luego si algo no le faltaba a David Ros era audacia.

El Gobierno suizo había puesto al frente de su delegación al Secretario de Estado de Defensa, pero con notable mala educación David Ros le ignoró y se dirigió a Jan:

- Volvemos a vernos, Jan - le dijo

- No contaba con otra cosa, General Ros.

- Vamos - dijo David encogiendo los hombros y mostrando las palmas - no te dejes impresionar por el abrigo y los galones. Sigo siendo David Ros, tu antiguo estudiante de doctorado.

- Hace mucho tiempo que no tengo nada que enseñarte, y lo que has aprendido yo nunca te lo hubiera enseñado - Jan ponderó su desprecio para no traer mayores males hacia su nación de acogida, y prosiguió: - Supongo que quieres que me entregue. Si me aseguras que no atacarás Suiza volveré con vuestra delegación.

Jan estaba cansado. Más que viejo se sentía cansado, y asqueado del mundo. Pasase lo que le pasase entregarse le parecería un precio asequible si conseguía que aquella mala bestia no profanase el último reducto del saber y la civilización que quedaba en Europa.

- Me parece estupendo que vuelvas con nosotros, Jan. De hecho en la República todos te recibirán con los brazos abiertos. - el tono de David era cálido, paternal, pero impostado - Además, es lo mejor para tu seguridad personal.

- ¿Qué quieres decir? Mi vida no peligra en Suiza... - Jan miró directamente a los ojos de David - ... o quizá sí. No me lo puedo creer. ¡No me lo puedo creer! ¡¡Pensáis invadir Suiza de todas maneras!!

Habían estado hablando en español, idioma que en la delegación suiza sólo Jan conocía, pero la última frase Jan la pronunció en francés. David sonrió y abrió los brazos, pretendiendo mostrarse como una persona indulgente, y continuó en francés, en un francés ahora fluido y seguro.

- ¡Vamos, vamos, no dramaticemos! No tiene por qué haber una invasión en el sentido estricto de la palabra. Es obvio que el experimento suizo no puede mantenerse por más tiempo en los tiempos que corren; la Gran República tiene planes para Suiza, de los cuales la nueva provincia helvética saldrá también beneficiada.

Jan no daba crédito a lo que oía. David había insistido en que él participase en la delegación suiza porque pretendía asegurarse de tenerlo en su poder antes de que comenzaran los por otra parte inevitables cañonazos. No dejaba pasar una; el chico era un verdadero águila de los negocios. El Secretario de Estado estaba rojo de la ira, pero aún así habló con educación; ásperamente, sí, pero con educación:

- ¡Usted no puede venir un día diciendo que sólo pretenden la extradición del profesor Palermo y al día siguiente decirnos que igualmente van a someternos! ¿Qué clase de país son? ¡No pueden hacer eso! - le espetó a David.

- Sí, sí que podemos - David respondía calmadamente - Somos la República. Nosotros lo podemos todo.

- ... hasta que se os acabe el magnesio - apostilló Jan.

David lanzó una mirada fulminante a Jan, a lo que el profesor se echó a reír:

- Vamos, hombre, vamos; ¿te crees que he revelado un secreto? - y no pudo evitar coger por el hombro a David, en un gesto de humillante familiaridad, como si fueran un par de amigos contándose chistes gruesos en una taberna - ¿Te crees que el resto del mundo es idiota? Aquí se dieron cuenta de la farsa hace muchos años, y no hizo falta que yo les dijera nada. Simplemente sumaron dos más dos. Estás tan acostumbrado a estar rodeado de asnos que piensas que todo el mundo rebuzna - y quitó la mano del hombro de David dos segundos antes de que éste se la retirara con fuerza.

David ignoró la provocación de Jan y se centró en lo siguiente que quería decir. Miró al Secretario de Estado:

- Suiza tiene ahora un clima más benigno que otras partes de Europa; los veranos no son tan cálidos y aún la precipitación es bastante estable. Suiza está llamada a ser el granero de Europa, el granero de la Gran República. No tienen elección, señor Secretario. Pueden someterse o ser invadidos, pero el caso es que su futuro pasa necesariamente a través de la República.

Nadie tuvo humor para contradecir las bravatas de aquel hombre. A pesar de mantener un buen nivel técnico y estar bien pertrechado, el ejército suizo no era rival para el de la República. Eso sí: esta invasión no iba a ser un paseo militar como las anteriores; el ejército francés aniquiliaría el suizo, sí, pero sufriendo bajas significativas. Todos los asistentes sabían eso, y quizá pensando en esas bajas inevitables y el sobrecoste de la invasión, pensó Jan, es por lo que la República aceptaba negociar la rendición en vez de aplastar cual era su costumbre.

- ¿Sabes una cosa, David? - dijo Jan de repente, dejando de lado el tratamiento de general - Dices que eras mi estudiante, ¿verdad? Pues te voy a dar otra lección hoy. ¿Te acuerdas cuando hace años discutíamos sobre la Tasa de Retorno Energético, la TRE?

David asintió levemente. No veía claro dónde quería ir a parar Jan.

- ¿No te has dado cuenta de que la guerra no es más que un sistema a gran escala para obtener recursos? Recursos y, más en particular, energía. La guerra es un sistema de generación de energía más. De una energía que no es renovable, porque una vez que esquilmas un país ya no puedes continuar su explotación. Y, como pasa con todos los sistemas de generación de energía no renovable, su TRE tiende a disminuir con el paso del tiempo; ya sabes, lo que los economistas llaman "la ley de los retornos decrecientes".

David le miraba atónito.

- Fíjate - prosiguió Jan - en lo que le ha pasado a la República con sus guerras de conquista. Al principio invadió los países más débiles y con grandes reservas de magnesio, lo cual permitió a la República expandirse con rapidez; pero una vez que los países más rentables desde el punto de vista energético fueron ocupados y expoliados tuvisteis que buscar otros países, mejor defendidos, más complicados de invadir por su orografía u otros factores, y con menos depósitos de magnesio porque habían conservado un sistema industrial funcional durante más tiempo. Vuestro rendimiento energético cayó, la TRE disminuyó. Y pasó en el peor momento, cuando la "masa" de la República había aumentado mucho y necesitaba mantener un influjo mayor de nutrientes. Así que ya ves, David: ni "por otros medios" - dijo evocando la conversación de la última vez que se habían visto en el CIET - se puede uno escapar de la Termodinámica. Tu empresa está sucumbiendo porque no entendiste mis lecciones, porque a pesar de tu talento fuiste un mal alumno. Mírate y date cuenta de que te has convertido en un monstruo ciego y brutal; ¿era esto lo que querías hacer con tu vida cuando escapaste de Madrid conmigo?


- ¿Y tú, eximio profesor? - David respondía cortante, al contraataque; el discurso del profesor le había impactado, ya que nunca había considerado la termodinámica  de la guerra - ¿qué es lo que has hecho tú? Encerrarte en tu torre de marfil a jugar con tus maquinitas y tus diseños inútiles, mientras el mundo a tu alrededor se descomponía. No fuiste capaz de ver que el cerco alrededor nuestro se estrechaba, y cuando te preparaste para huir sólo pensaste en ti. En cierto modo, yo no he hecho otra cosa que huir desde que escapamos de Madrid hace doce años. ¡Y todo eso fue culpa tuya! - un trueno sonó en la distancia al mismo tiempo que David recalcaba la última palabra, ese "tuya" lleno de rencor y reproche.

"Por la puerta que salió la caridad entró la peste", pensó Jan. Pero el reproche de David era justo, después de todo. Sí, había estado ensimismado en sus investigaciones sin darse cuenta de que formaba parte de una sociedad que sufría. Cuando en España los jóvenes salieron a las calles para protestar por la falta de trabajo, cuando lo hicieron los viejos para quejarse de las menguantes pensiones y la disminución de las ayudas, cuando amplios sectores de la sociedad protestaron contra los recortes en educación, sanidad, servicios sociales y la corrupción... Jan siguió trabajando, como si tal cosa, en su laboratorio. Sí, le había molestado que le bajaran el sueldo, pero lo único que hacía era seguir trabajando, seguir investigando y de vez en cuando firmar una petición o un escrito de protesta, nada más. Se había justificado su actitud delante de si mismo diciendo que lo mejor que podía hacer por la sociedad era continuar con su investigación, pero lo cierto es que ese trabajo no le había llevado a nada práctico, y todo lo que había hecho en España se había perdido cuando la barbarie contra la que no había luchado se enseñoreó de todo. En Francia había tenido una segunda oportunidad, pero había repetido el mismo error. David tenía razón: se encerraba siempre en su torre de marfil. Y en Suiza estaba haciendo, una vez más, lo mismo. Había siempre pecado de academicismo y siempre le había faltado empatía, preocupación social. "Si no tengo amor, no soy nada", repitió, evocando sus años de escuela.

David sonreía, viendo tan pensativo al viejo profesor, pero de repente éste le espetó, en español:

- ¿Y Colette, qué piensa de todo esto?

David se tambaleó un poco, como si tal pregunta fuera un golpe que no se esperase. El problema de pelearte con un viejo amigo es que te conoce demasiado bien y con poco te puede atizar allí donde más te duele.

- Colette... - vaciló en la respuesta, y por unos segundos Jan vio al David tímido e inseguro con el que huyó de España - ... obviamente querría que pasase más tiempo con ella y con los niños. El mayor tiene ya diez años, ¿sabes? Ella dice que conseguiré que me maten, si sigo así. Que me tomo demasiado en serio la República - y sonrió - ¡y eso que es ella la que es francesa! - David se dio cuenta de que estaba bajando la guardia - Pero yo todo lo hago por ella y por los niños. No como tú; ¿qué tienes tú? Si yo muero sé que habré dejado algo detrás de mi, ¿y tú? - y tras una pausa - Ven conmigo, Jan; podrías vivir con nosotros, podrías ser el abuelo que los niños nunca han tenido.

- No, David, no - dijo Jan meneando la cabeza - a donde tú vas yo no puedo seguirte; yo no quiero seguirte. Prefiero morir luchando en estas montañas, defendiendo lo poco que queda de decencia y dignidad en este mundo, aunque sepa que caeré en el intento.

- Muy bien - dijo David, dándose la vuelta - si eso es lo que deseas. Tenéis una semana para cambiar de opinión. Después, vendré con mis hombres y os destruiremos.

La comitiva francesa se retiró a paso vivo, mientras los suizos permanecían callados, de pie, mirándoles irse. Al cabo de un rato, Jan preguntó al Secretario de Estado de Defensa, sin volverse a él:

- ¿Por qué nos dan una semana más de plazo, si todo está ya decidido?

El Secretario de Estado tomó aire unos segundos y respondió:

- Porque no tiene tropas suficientes y tiene que esperar a reunirlas. El Ejército de la República está disperso por media Europa y esta nueva aventura militar les requerirá un importante sobreesfuerzo. Suiza es un país bien pertrechado, y sólo nos derrotarán si reúnen un ejército de gran entidad.

Durante aquellos últimos días en Suiza se prepararon para una guerra que sabían perdida de antemano, mientras que el destacamento francés crecía a ojos vista. A pesar de la adversidad y la contrariedad la gente estaba más unida que nunca; habían trascendido los planes que tenía la República para esclavizarlos y convertirlos en sus granjeros, y eso había inflamado el corazón del pueblo suizo, nacido libre y dispuesto a morir libre. Los planes de ataque y contrataque fueron estudiados y re-estudiados y las defensas se establecieron de manera que se pudiera sacar el máximo provecho de ellas. Suiza podría resistir durante unas semanas el embate del Ejército francés, mientras rezaba por un milagro. En la otra parte del país, Jan no tenía humor para nada, y con discreción se preparaba para su huida del país. Pero, ¿a dónde podría huir? Los países de Europa que no estaban controlados por la República eran todos dictaduras; se trataba por tanto de escoger una sinuosa ruta para salir de Europa, a través del Mediterráneo tal vez, y después emigrar a América. Muy complicado, y muy caro, pero lo tenía que intentar.

Fue la noche del cuarto día de ultimátum, tres antes de que se cumpliese la amenaza de David. Suiza se vio azotada por una lluvia y un viento intensísimo, huracanado, como nunca se había visto antes en el país. En las zonas bajas del país hubo inundaciones y algunos edificios se hundieron. Estaba visto que el clima, en guerra con la Humanidad desde hacía años, no iba a conceder tregua a los hombres, por más que éstos estuvieran enfrascados en sus propias guerras. Una de las ciudades suizas más damnificadas fue Ginebra, el primer objetivo militar del invasor, por su ubicación fuera de las cordilleras montañosas. Pero según fueron llegando los informes de los observadores avanzados se supo que fuera de Suiza la cosa fue mucho peor; la llanura central francesa había sido barrida por un verdadero huracán de gigantescas dimensiones. Y para sorpresa y regocijo de los suizos, el Ejército de la Gran República había sido desbandado por los elementos. La mayoría de los vehículos acorazados habían volado por los aires como si se tratase de juguetes abandonados por un niño, la mayoría de los pertrechos se habían perdido y entre las tropas había habido numerosas bajas. Durante unos días el Gobierno suizo dudó si atacar a los franceses aprovechándose de su debilidad para darle a su ejército la puntilla, pero con buen criterio decidieron que Suiza no cambiaría su estatus de nación no agresora. Cuatro días después de la hecatombe climática una segunda tormenta, de menor intensidad que la primera pero aún así bastante violenta, acabó de desbandar los restos del Ejército de la República.

En Zurich Jan no daba crédito a las noticias que le llegaban sobre la increíble derrota francesa. Se habían preparado para luchar contra hombres, pero no se dieron cuenta de que tenían que hacer frente a un enemigo mayor, contra el que no sirven ni balas ni amenazas. Después de aquello, los acontecimientos se precipitaron. Francia retiró a toda prisa tropas de los países ocupados para reconstituir su gran Ejército, pero escaseaban los recursos y muchas infraestructuras críticas habían sido seriamente dañadas por la Tempestad de San Ildefonso, como la llamaron. Para poder recuperar operatividad militar el Presidente de la República ordenó requisas forzosas de numerosos recursos en los territorios ocupados y en la propia Francia, sin darse cuenta de que la gente sufría para reponerse de la misma tempestad, que había causado estragos en el campo y en las ciudades. La insensibilidad del Gobierno de la República ante las dificultades de sus ciudadanos y de los pueblos sometidos desencadenó una oleada de revueltas en todo el continente ocupado, revueltas que se transformaron en verdaderas revoluciones. El primero de los territorios en recuperar su independencia fue el norte de Alemania, que se autoconstituyó en la República de Prusia (sin intentar reunificarse con Baviera y los otros lander del sur). El castillo de naipes de la República colapsó con rapidez, emergiendo una plétora de nuevos países puesto que cada país ocupado se descomponía en como mínimo cuatro nuevas naciones, de un tamaño menor, más razonable para la nueva época de recursos escasos. La propia Francia, sucumbiendo a sus propias revueltas, se dividió en seis naciones.

Una cálida mañana de otoño Jan supo que un tribunal popular de París había juzgado y condenado a muerte al Gobierno de la República. Entre los condenados estaba el Ministro de Energía y Guerra, el General David Ros. Los reos habían sido ejecutados en la guillotina, siguiendo la tradición nacional, cuatro días antes.

Por primera vez en su vida, Jan no lamentó haber llevado a David consigo. Porque aquel joven ambicioso le había evitado a él cometer todos esos errores. David había sido el reflejo oscuro de Jan, aquello en lo que hubiera podido convertirse. David había ocupado el lugar que de otro modo hubiera asumido Jan. Y Jan hizo lo que no había hecho en muchos años: esbozó una simple oración rogando por el descanso del alma de su antiguo estudiante. Después de eso, contactó con Colette por carta; afortunadamente, no habían cambiado de dirección. Temía que Colette le echase la culpa de la perdición de su marido, pero la viuda se mostró amistosa, cercana como siempre lo había sido, e incluso agradecida de que contactara con ella a pesar de la adversidad. Como con la desaparición del Estado francés y el hundimiento de las plantas de Tesla la familia se había quedado sin recursos económicos, Jan se encargó de que la mitad de su sueldo de Profesor Titular de la Universidad Técnica de Zurich le llegase a Colette.

Europa se había quedado sin recursos; la locura de la República había sido el último destello, el brillo de una fulgurante y efímera bengala. Todo lo que los hombres pudieran hacer a partir de ahí tendría que ser con sus manos desnudas, o prácticamente. Jan decidió dedicarse en cuerpo y alma a mejorar, de manera práctica, las condiciones de vida de la gente, comenzando por las de sus ahora compatriotas suizos. "Si no tengo amor, no soy nada".




Antonio Turiel
Julio de 2013 

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